De los tres hijos del matrimonio, los
dos primeros nacieron pataleando y a los gritos. El padre los recibió en sus
brazos y, orgulloso del carácter de los críos, llamó León al primero y Noel al
segundo.
El tercero llegó un lunes bien
temprano. “Este será el más trabajador”, dijo el hombre a su mujer. Pero para
sorpresa de ambos, el niño nació dormido. Y aunque lo zarandearon para que se
despabilara, no abrió los ojos ni emitió sonido hasta que tuvo hambre. Recién
entonces parpadeó despacio, de abajo hacia arriba como lo hace la tortuga.
–Es lelo… –dijo el padre, y se lo pasó a la madre como si le quemara en sus manos.
–Es lelo… –dijo el padre, y se lo pasó a la madre como si le quemara en sus manos.
–Es lelo… –dijo la madre, y se lo pasó
a sus hermanos para que lo cuidaran.
Ellos supusieron que ese sería el nombre del
recién nacido y, desde entonces, lo trataron como tal. León y Noel se esforzaron por hacerle saber
a su hermano menor que él no era más que el último orejón
del tarro. Ese que queda para siempre en el fondo del frasco o se lo elige al
final, cuando ya no hay otro. Sus padres, lejos de defender al más pequeño, aplaudieron
a los mayores.
Por eso Lelo vivía durmiendo: nadie se
molestaba en despertarlo para enseñarle a esquilar una oveja o amansar un
caballo. Nunca le pedían que fuera a juntar hongos para la cena, ni que
alimentara a los chanchos. Y Lelo hasta empezaba a
creer que aquello era verdad: que a él era mejor no pedirle nada. Para pasar el
tiempo, entonces, cuando al fin se despertaba, se ocupaba contando una por una
las hebras de heno de la parva donde solo él, por lelo, dormía.
Así comienza El ganso de oro, el cuento maravilloso que elegí reescribir para esta antología de SM que si yo fuera ustedes leería. Y si fuera yo, también.